jueves, 12 de julio de 2012

Alicia y Jordán


Sin duda deseo menos severidad en nuestra relación, un poco más de ternura. La luna de miel fue un largo escalofrío. Jordán actúa siempre con frialdad, pero yo sé que él me ama.
La casa en que viven influye un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- produce una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirma aquella sensación de desapacible frío. Todos los días desde hace diez años, en los que he trabajado aquí, siempre es la misma sensación. Pero desde la vuelta de la luna de miel de Alicia y Jordán la casa parece totalmente vacía. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallan eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
Jordán trabaja casi todo el día, y yo solo puedo esperar su llegada, pues no tengo nada que hacer. Me siento muy cansada aún como para moverme. Se suponía que el ataque de influezae ya había terminado, pero Alicia sigue adelgazando, y parece no reponerse aún.
Salimos al jardín juntos y quise acariciarla con ternura, un dolor punzante me sumió en la desesperación y rompí en sollozos cuando Jordán me acarició la cabeza, solo pude abrazarlo para no sentirme tan desprotegida. Lloraba desconsolada escondida en mi cuello, no podía hablar.
Al día siguiente Alicia se sentía muy mal y no pudo levantarse.
Es muy extraño lo que le ocurre, está muy débil pero no tiene síntomas de alguna enfermedad en particular. Que descanse, y si mañana sigue mal, llámeme, Jordán.
Alicia se levantó peor hoy, llamaré al médico.
-Tiene una anemia de marcha agudísima- me dijo–es inexplicable.
Alicia no tiene más desmayos, pero se va visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio está con las luces prendidas y en pleno silencio. Pásanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormita. Jordán vive casi en la sala, también con toda la luz encendida. Pasease sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahoga sus pasos. Y yo no tengo autoridad para tomar riendas en el asunto, apenas me dejan ayudarla un poco para que esté más cómoda.
Jordán entra cada tanto en la habitación y me mira con preocupación, que luego intenta disimular. Nadie me dice mucho, pero yo todavía no me siento mejor.
Alicia me llama a los gritos, Jordán entra en el dormitorio y grita, ¡ese hombre no es él! Después de un rato, se serena. Me toma de las manos y sonríe. No puedo creer otra cosa, ella tiene que estar alucinando.
He vuelto con un compañero. Pero es inútil, Alicia se desangra inexplicablemente día tras día. Dos hombres se pasan mi muñeca de uno al otro y yo no tengo la fuerza siquiera para resistirme. Al rato se marchan al comedor.
Es un caso complicado Jordán, no hay mucho que hacer. Él tamborilea sobre la mesa, resoplando.
Alicia va extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado por la tarde, pero que remite siempre en las primeras horas. Durante el día no avanza su enfermedad, pero cada mañana amanece lívida, en síncope casi. Parece que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tiene siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la ha abandonado más.
Apenas puedo mover la cabeza. No me deja que le toque la cama, ni aún que le arregle el almohadón. Durante el crepúsculo avanzan monstruos que se arrastran hasta mi cama y trepan dificultosamente por la colcha.
Pierde luego el conocimiento y yo ya no sé que mas hacer me siento un gran fracaso como esposo. Los dos días finales delira sin cesar, a media voz. Las luces continuan fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oye más que el delirio monótono que sale de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de mi jefe, Jordán.
Alicia muere, y el corazón se me parte en pedazos.
Entro después a deshacer la cama y me quedo un rato mirando extrañada el almohadón.
Llamo a Jordán que no tarda en llegar. Corro a donde está la sirvienta, y me fijo en lo que dice. Me inclino y noto en el almohadón de Alicia, unas pequeñas manchas de sangre. Parecen picaduras. Jordán me ordena que lo levante, pero lo dejo caer rápidamente. Está muy pesado, esta vez yo lo levanto, pesa extraordinariamente así que corto la funda y la envoltura de un tajo. Grito y me tapo los ojos, sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, hay un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Esta tan hinchado que apenas se le pronuncia la boca.
Noche a noche, desde que Alicia cayó en cama, el bicho había aplicado sigilosamente su trompa en las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible y por eso no la vimos. La remoción diaria del almohadón impidió, sin duda, su desarrollo, pero desde que la joven no pudo
moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días y cinco noches, vació a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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