El fruto de su duro esfuerzo se reflejaba en
su frente sudorosa. Bajo el sol del mediodía, salió del pozo y guardó la pala.
Su madre ya podía descansar en paz.
El
pelo enmarañado y empolvado de Hernán no parecía conocer el shampoo, y el
overol que solía usar para los trabajos duros nunca había sido lavado. Enterrar
a su propia madre había sido una tarea difícil para él, en un sentido tanto
físico como psicológico. Mientras la cumplía, recordaba los momentos vividos
junto a ella, una mujer muy segura de sí misma. Tanto que llegaba a ser, a
veces, terca y autoritaria. Había sido una gran maestra de Lengua en la escuela
primaria del pueblo, y había llegado a ser la directora por 3 años. Era una
mujer retacona, pelirroja y de rulos. Aunque era gorda, su contextura física
había favorecido a Hernán a la hora de enterrarla, ya que no medía más de un
metro y medio; pero el soleado día de primavera y el pesar que lo agobiaba le
habían hecho sentir que el entierro era imposible.
Cuando
terminó, entró a la casa, que había sido de su madre durante los últimos cinco
años, y se quitó el overol. Con su habitual seriedad en el rostro, se sentó
frente al televisor y se dedicó a ver los noticieros.
Mientras enunciaban tragedias por la pantalla,
él no podía quitar de su mente un único pensamiento: cómo saldría de su
situación. Volver a su país natal no era una opción. Su madre había huído hacía
demasiado tiempo y pocos de sus familiares o conocidos que vivían lo
reconocerían para acogerlo. Lo único que tenía era la nota de suicidio en la
que su madre le explicaba que las autoridades la habían encontrado, una vez
más, y que ya no quería vivir ocultándose, ni cargarlo a él con sus conflictos.
Irónicamente, aquella decisión le traía más problemas. ¿Hacia dónde iría? ¿Qué
diría a las autoridades? ¿Cómo explicaría aquel homicidio que su madre había
cometido y por el cual su vida había sido un escape de la gente que quería y la
rodeaba?
Una dura voz masculina llamó a su madre.
Intentó desconectar sus pensamientos de los hechos y concentrarse en la
pantalla. Imposible, la voz externa seguía insistiendo. A fuerza de armas, los
policías irrumpieron en la casa, profanando el escondite que su madre había
ideado. En un arranque de locura se lanzó hacia ellos, que insultaban su
recuerdo, pero una bala detuvo en seco su ataque. Una sensación de pérdida se
expandió por su pecho. Que oportuno, pensó, morir el día en que su vida comenzaba a tener un
rumbo propio.
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